OLDIES: tres singles de rafael espinoza





 David Lechapelle







CANTILEVER

Por lo mismo que se repite, ese chorro
evade la simetría que lo explica. Deja
el descanso y la blandura para otros que lo oyen
de paso, por ejemplo el del gorro tejido
por artesanos soñadores. Y se van
pero como siguiendo el bien. Aunque no sé
exactamente si esto es lo que quiero decir.
El sonido, tomando el lugar de una herida,
dice que sí. Tal vez quise decir, antes
por esta parte pasaron probablemente burros
y caballos con los asuntos del día
sublimándose en los destellos de la hierba
agitada. Ahora no es un camino
desierto. Hay promesas en vinilo, autos
parlantes, hay en las bancas embellecidas
por una iluminación estudiada todavía
el calor de los pedidos confusos.
Mientras los muertos leves se estrellan
contra el granito italiano del lapso
postmoderno, sin resignarse a la falta
de dolor, hay por encima de todo
una estampida coreográfica hacia bordes
emotivos, como cuculíes y tórtolas
aterrorizadas por la sombra arcaica
del gavilán. Aterrorizadas en balde
porque ocurrió en otro sitio y otro tiempo,
no en este camino. Y siguen los tickets
rotos que podrían ser sentimientos
reencontrados: ¿es este el camino de la vida?
Da ganas de llorar. Tantas especies de aves,
cada una con su ingeniería propia
para construir nidos, y solo se cuenta
con ellas en el momento que se quiere
recargar los arcos superciliares
con analogías de tersura y ascenso,
como asediando un estado de silencio.
Aun si de antemano sabemos que no se trata
de eso tampoco, porque de otra manera
¿por qué no nos cristalizamos en lágrimas
fónicas, y pasamos en vez al hastío?
Y me estoy parando; el mundo es excesivamente

bello y hojoso. Hay hojas y hojarasca
cubriendo toda la gama apagada del marrón,
camuflando la filigrana del recuerdo
en un vestido con diseño de leopardo.
Mejor ven yo mismo circunvalando
la vasta piedad que sientes por ti mismo
para unirte al flanco que menos se te parece
en mí. Quizá es lo que quieres y quiero, y tal vez
haremos trato. El camino será todavía
menos desierto, habrá más mujeres
y umbrales para darse cuenta cómo un tiempo
contrafáctico se congració en ellas;
en nuestro amor que conservó su apuro
y su adolescencia resguardando con lástima
y celos la belleza que habían transferido
en una estación ya remota a las especies de aves.
Por lo tanto, los árboles no son tan ciertos.
Se curvan en el mismo periodo sofisticado
de las mujeres, más amados como estela
que belleza. Que yo sepa aquella es longitudinal
y producida por un don que se mueve.
Estoy, entonces, lo más lejos posible del centro.
Hay pavor y peatones. Hay oración
y repartidores, y en los escaparates
formas que no son intermedias. Si puedo
describirlas, creo que estará bien; si puedo amarlas
me abriré un camino entre los diseños
paisajísticos y su vida imaginaria.
Debo, así, ir. Tras el del gorro, que donde esté
ahora diverge, como se enlazan en el morbo
de la tarde-noche, razonamiento y trino.
La casaca corta el viento, lo reúne en fe.
Ir, eso es lo que me gustaría decir. Quizá
haya borlas. Y sillas Panton. Y más viento.




*


Me lo dijo en un parque de diversiones un argentino en portugués. El desierto

es una playa de estacionamiento. Desde entonces ha pasado

un tiempo, el suficiente para que hayan muerto varias veces

los rosales. Ahora estoy muerto, creo

y veo llegar al desierto auto tras auto, incluso el mío.

Mi entretenimiento y mi tristeza es contarlos,

confundido por perder a menudo la equivalencia entre el número de carrocerías

y las tablas de surf, enfundadas como joyas, que portan sobre el techo.

No se trata de una manía ni de reflexiones sobre el valor profiláctico del deporte.

¡Hay tanta felicidad en que sea otra fuerza la que nos mueve, mientras

notamos la diferencia entre la ola azul, una nueva ola azul!

Dos movimientos ―el del agua, el de uno dada el agua― que nos conducen

a una soledad extrañamente percibida como un encuentro.

Y se ve que no la puede ocupar un cuerpo sino la fracción del siguiente instante.

En esas cosas pienso, al tiempo que bajan de los autos

y se demoran en hurgar la maletera, atendiendo las sincronizaciones

de antiguos hábitos de compra en que los resplandores de la cabellera

y los fragmentos de la espalda destierran al infinito la clarividencia

del rostro. Si lo tienen,

no lo sé, Yo tampoco conozco el mío o lo contemplo variando

en las transiciones atmosféricas donde el desierto pasa de bosque

a playa, según se usen las tablas hawaianas

y el propio desierto, ante la ventura de acompañar la rapidez del líquido, parezca

un escenario sobrecargado de elementos. A través de los parabrisas

puedo escuchar sus voces recordando una vida mejor

en Praga o los pueblos que inunda el Danubio,

arrastrados por sus nombres: Lenka, la que fue

gimnasta, Pável, casado con una Muhvic-Pintar, Arnost.

Y me gustaría decirles, con el timbre del heno,

Lenka, Pável, Arnost, el desierto los ama.





*







La manufactura de una pieza de carey



Con el romance de nuestras obsesiones

podríamos construir una historia

de los cibernautas, y poco más. Y aun

así pediríamos dividendos. Por mucho

menos los delfines obsequian una

función de saltos, antes de que bajo

la psicosis de lo diáfano el mar cese

de ser creíble. Como ellos, yo vengo de rama

en rama, debiéndolo todo al deseo de

performar en grupo. ¿Me darás a cambio tu cuerpo,

que sea al mismo tiempo un cuerpo social?



Dejo un consejo entre las cajas. Ahora

que es política de Estado amar a los perros,

por qué no se abrazan al busto de una liebre

y lloran lo posible que no fue. Así

es, así fue. Nuestra performance nunca

fue, y llora una guirnalda de árboles.

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